Capítulo 1: El Aliento de la Muerte y la Fragilidad de la Vida

El Vacío que Dejó Mi Madre

Era una mañana como cualquier otra en Colombia, salvo por el palpable nerviosismo que envolvía a nuestra familia. Mi madre estaba a punto de enfrentarse a uno de los desafíos más grandes de su vida: una cirugía de corazón abierto. Todo estaba meticulosamente programado, cada minuto contaba, cada detalle revisado con esperanza y miedo a la vez.

Sin embargo, lo inesperado no tardó en manifestarse, alterando el curso de lo que parecía ser un día rutinario en preparación para un evento médico crucial.

La Noticia Inesperada

Mientras disfrutábamos de un desayuno tranquilo en la cafetería del hospital, intentando encontrar algo de normalidad en el caos emocional, nuestra conversación fue interrumpida. Un médico, con un rostro que reflejaba preocupación y seriedad, se acercó a nuestra mesa. Su llegada sin previo aviso fue el presagio de un cambio drástico.

“¿Podrían acompañarme un momento? Necesito hablar con ustedes en privado,” dijo con una voz calmada pero firme. Confundidos y llenos de ansiedad, le seguimos a una habitación aislada, donde las próximas palabras del médico resonarían con un peso devastador.

“Lamentablemente, tenemos que posponer la cirugía de su madre,” comenzó, y el silencio que siguió fue ensordecedor. “Ha desarrollado una fiebre alta esta mañana y no podemos proceder hasta identificar la causa.”

El impacto de esas palabras fue como un golpe directo al corazón. Sentimientos de incredulidad y temor se entremezclaron, mientras el médico continuaba explicando los riesgos y los próximos pasos. Pero sus palabras ya se perdían en el eco de nuestra preocupación creciente.

El Giro hacia la Adversidad

Solo dos días después, el destino nos golpeó con una fuerza aún mayor. Encerrados en una habitación de hospital, con las ventanas cerradas y las cortinas corridas, mi madre y yo enfrentábamos un enemigo común e invisible: el COVID-19. La enfermedad, rápida y despiadada, no tardó en manifestarse en mí también.

Fiebre alta, dolor de cabeza y una fatiga abrumadora me asaltaron sin aviso, deteriorando mi estado con cada hora que pasaba. Los médicos confirmaron lo peor: yo también estaba infectado. Mientras tanto, mi familia lidiaba con su propio tormento fuera del hospital, sumida en el miedo y la incertidumbre.

Este capítulo de nuestras vidas, marcado por la fragilidad humana y la lucha constante contra un virus mortal, apenas comenzaba. Era el inicio de una prueba que mediría nuestra resiliencia, nuestra fe y la fuerza de los lazos que nos unían.

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